Con un sol de fábula y blandas brisas, una caricia que estremece alma y cuerpo, miles de plantas, miles de árboles y arbustos se ha puesto a porfía a ver quién destaca en destapar en sus jugosas frondas un mundo de colores y brillos, y vano intento sería elegir un ganador que todos los son. Es un derroche de buen tiempo y de belleza natural que unida a la que no necesita de estaciones, ni de otras ayudas adicionales: la de nuestra ciudad, sin demora han atraído a una multitud de visitantes, de lenguas conocidas y otras extrañas que en prietos grupos oyen historias en boca de sus guías de nuestro pasado, de conquistas y civilizaciones ya muertas, pero vivas en monumentos y ruinas. Con una cierta alegría contemplamos en lo más mollar de la ciudad este despliegue, casi bélico foráneo, por lo que de beneficio puede suponer a una economía harto exánime.
Pese a ser ciudad pequeña, no le faltan contrastes a la nuestra. Y uno de ellos es, a contados pasos, hallar el silencio que, por unas horas, -huyendo del tremor de un turismo afanoso, pero obligado por la prisa a no ir muy lejos- se refugia o mas bien se suma a donde nunca falta. Y son muchos los sitios con esta cualidad. El imperial silencio de esta luminosa mañana tiene especiales tintes, a más de monacal se impregna de vida, de ansias de eternidad, de alegría de vivir y por unos momentos, gloriosos instantes, uno puede olvidarse de cuanto entristece al mundo, a nuestra sociedad y pensar, en un utópico espacio, en que son todos los seres los que, al igual que uno, participan, aunque sólo sea momentáneamente, de estos instantes de placidez, de gozo, de sentirse dioses.
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