Pocas revoluciones pacíficas han transformado el mundo sin necesidad de armas ni de cruentas batallas, como la de los ordenadores, con sitio y horarios fijos, fuera y dentro de nuestros hogares. De su mano, llegó la arrolladora Internet, empequeñeciendo el planeta, derribando fronteras y llevando al segundo las noticias nada más producirse, las más con sus imágenes estremecedoras, impregnadas del fogonazo del instante.
Nada que no se sepa, lo dicho. Pero a nivel local, asimismo, de forma abrumadora, impulsada por la recesión económica y la falta de oportunidades, y, tal vez, basándose inconscientemente en esa innovadora tecnología que engulle distancias tan sorprendentemente, otra invasión se ha abierto paso poblando paredes de viviendas, farolas, troncos de árboles, ventanas, locales abandonados y cualquier superficie visible, de ofrecimientos manuscritos: es el Internet de los pobres, que de un extremo a otro de la ciudad publican la desesperación actual de sus vidas en urbanos e-mails, mal trazados la mayoría, que no sé si alguien lee, pero a los que nadie responde. Un tema, expresado de mil maneras y de dudosa ortografía, es común a todos ellos: ¡busco (angustiosa, insistentemente, con una urgencia que poca espera debería admitir) trabajo, ayuda!
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