En horas amargas de penurias y sinsabores, cuando el más cortante desaliento nos hiere, acudimos a mirar a los cielos, nunca tan invocados, donde habitan nuestros personales dioses y taumaturgos, esperando un milagro que nunca llega, tal vez porque más allá del continuo milagro de la existencia, pocos se cruzan en nuestro camino.
En mi buzón, al igual que exhibiéndose en el exterior de los coches alineados a ambos lados de la calle, bajo el limpia parabrisas, veo pequeñas y rectangulares hojillas impresas, no más grandes que el hueco de mi mano, que no es grande. Se sirven de una letra diminuta, bien tintada, apretada para contar mucho en un espacio que es mínimo. Todo, para referirnos las excepcionales virtudes mágicas que adornan a un "gran maestro espiritualista africano", que cura males, de amores, de los más enconados, familiares, empresariales; recupera dinero perdido, lo hace ganar en un periquete y resuelve, como el que no quiere la cosa, un sin fin de desdichas en una lista casi interminable.
Su don fantástico es tan formidable, que los sueños de cualquiera, incluso los de alcanzar la fama como actriz, cantante, futbolista o as de otro deporte, lo convierte en realidad en un plazo no mayor de siete días. Una pizca de inglés chapurrea y atiende, con ubicuidad, en varias poblaciones de la cercana costa. De ésta, desde su ya algo ajado florecimiento, como vecinos que somos, no han dejado durante años de llegarnos ofrecimientos de establecimientos de todo tipo, de grandes superficies, cuando aquí no las había, de gigantescas exposiciones de muebles, de tiendas de lujo y demás. Ahora, con el mal momento económico, nos invaden, porque no es este sólo, con idéntico origen, santones, maestros o médiums, exóticos sustitutos, al fin y al cabo, de nuestras sabias y curanderos de toda la vida, que, bajo diferentes nombres e idiomas, el mundo poco cambia.
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