La memoria, ese archivo ingente en el que el tiempo pierde su condición de tal, para coincidir en un punto exclusivo y ser sólo pasado, se pone en marcha ante la imagen que contemplo, en el patio de una casa amiga, de un cencerro, guardado como reliquia en su rústico altar.
Quizás por esa circunstancia, -ahora sí acudiendo a esa cualidad de continuidad, que no se detiene y fija fechas- nos parece que fue ayer cuando campo y ciudad eran una misma cosa. Se recuerda entonces con nostalgia, momentos como la vuelta del cabrero, muy avanzado el día, casi siempre un poco antes del anochecer, entre sonidos de esquilas, acomodando su paso al cansino y remolón de los animales. Todo una larga jornada de vigilancia para una tarea que tampoco, así, estaba cumplida del todo, porque antes había que retornar las cabras a sus amos, y, en numerosas viviendas se abrían puertas para acogerlas, hasta el amanecer que, de nuevo, vendría el pastor a por ellas.
Con el progreso, creo, hemos ganado en calidad y comodidad; pero, también, hemos perdido mucho de lo que gozábamos de vida natural, cuando el campo era ciudad y ésta campo. Y aunque ganados y rebaños cruzaran ahora nuestras calles, invadiéndolas, en un insólito vuelco de situaciones, en el frenesí de luces del ocaso, con el ruido del tráfico y la agitación de locura en que nos movemos, sería utópico que toda esa amalgamas de sonidos, heterogéneos, pero limpios y adormecedores, como una orquesta de numerosos instrumentos, nos llegara aquietando, como antaño, el alma nuestra.
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