Es una mañana sin cordura, porque ésta anda un poco a la deriva a causa de un levante que pretende destrozar la calma casi veraniega, casi exultante, con que el tiempo nos venía obsequiando estos últimos días. Para que no nos quede duda de la fortaleza de sus azotes, una apretada cenefa de afanosas nubes, como un roscón desplomado sobre el paisaje, se aplasta descarada sobre las sierras, ocultando gran parte de ellas. Un avieso aviso, diríamos, de que estos vientos llegan para quedarse más de una jornada, bramar como histriones y contagiarnos de su insomnio y de su locura.
Sin embargo, para los líricos, para los adictos a las fiestas paganas o para los que se someten a los dictados del calendario oficial, con todo el ritual que lleva éste aparejado, una celebración de las más sonadas se nos ha colado puertas adentro sin darnos cuenta: ¡Es primavera! La estación de tan zarandeado nombre y florales proclamas. Quizás sin estos endemoniados aires habríamos presentido algo de su llegada.
Aunque no invite lo más mínimo el día, la fiesta obliga a cierto ancestral ceremonial. Para cumplirlo, nos hemos acercado con algo de premura a los límites de la ciudad a contemplar el placentero zafiro con que los campos festejan la húmeda y cotidiana visita de los pasados meses. Hay destellos que brincan en la tierra, como temprano rocío. El campo, nos cercioramos, ya no es lo que era y bardas y cercados lo convierten en impenetrables predios. La mudanza de los años, también la señalan diversas e inéditas situaciones, verbigracia, ladra un perro y le contesta un gallo; vuelve a ladrar y de nuevo responde el gallo, que, a falta de uno de su especie con el que probar su afilada voz y garganta, al menos, aunque de otra raza, ha encontrado un competidor tenaz en un can para cantar su insospechado aislamiento y soledad.
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