Llueve con tozudo ahínco en este Domingo de Carnaval. Cielos cenicientos que sin aparente esfuerzo, con monótona firmeza, humedecen empapándolos tejados y suelos. La calma es enorme, en una jornada preparada para que fuera el bullicio de las máscaras y el colorido de las murgas el que llenara nuestras calles. Mala fortuna para los ilusionados componentes de esos grupos que, al menos, como ocurría en mi juventud, no tendrán que hacer frente a una cuaresma en las que las restricciones eran tales que era complicado hasta respirar.
Y en cualquier caso, a los demás, nos quedará el permanente carnaval de la vida, ese que ocupa todo el año y que dura lo que aquélla. Decía con su agudeza habitual Quevedo, que la hipocresía era la calle mayor del mundo, y que en ella todos teníamos algo: quien un cuartucho, quien una mansión, dependiendo del grado de su hipocresía.
De engañosas actitudes y falsas máscaras cubrimos nuestra diaria convivencia. No hay que ser muy listos, pese a todo, para adivinar quien se las da de probo y es un redomado sinvergüenza; quien de santo, siendo un explotador; quien de magnánimo cuando es un solapado miserable o quien de generoso amigo cuando de buena gana te haría trizas si pudiera. ¿Qué careta será la que tenemos nosotros puesta, la que no vemos y ven con claridad los demás? La esperanza que no sea de las más mendaces es lo único que nos consuela.
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