sábado, 9 de enero de 2016

UN REMEDO QUE QUEDÓ EN ESO


      Con un remedo de soplo invernal amaneció el día, y como ganas y necesidad había de que la estación en la que nos hallamos hiciera acto de presencia, lo celebramos mirando con gratitud a los cielos que nos regalaban unas gotas de agua, que, en cierto modo, medio mitigaban algo la sed de los campos, purificaban las calles y, cómo no, a la casi sofocante atmósfera actual, cargada de brisas y soles que no son los suyos, ni los de aquí en este tiempo. Abrimos los paraguas, un campo de multiformes y abigarrados hongos en pos de la humedad a lo largo de las calles, con algo de ilusión de oír la fuerza de la lluvia bailoteando pegada a nuestras cabezas, y el chapoteo de nuestra pisadas levantando agua. 
      En eso quedó todo: en remedo, ilusión de mayores cosas, porque, a poco tardar, las nubes que jugaban a destapar y a ocultar montañas, a proyectar sombras sobre los suelos en los que brillaban las doradas formas y las luces propias de hojas desprendidas, fuéronse al ignoto lugar en el que se refugian los vientos cuando no soplan, y las nubes cuando no dejan ver el firmamento

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 o los turbiones cuando no azotan la tierra, y también las ilusiones cuando, como ahora, no cuajan porque alguien, el que hace que el universo siga en pie, piensa de otro modo y las aborta.  

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