¡Quién lo diría! Vive el buzón de nuestra casa, y no por ostentoso, que bien modesto es, en estos últimos días, un período de afanosa prosperidad. De tanto esplendor, con su metálico vientre repleto de correspondencia y abigarrados cartones y folletos, con un ir y venir sin tregua de carteros y pseudocarteros poniendo a prueba con sonoros golpes la solidez de sus fauces, mucho tiempo clausuradas por el tedio, que hasta dar con la solución de ese repentino prodigioso renacer, nos da un vuelco el corazón pensando que, como antaño, vuelven a ganar fronteras las aladas misivas entre amigos y familiares, como espabilados mensajeros de nuestras confidencias.
Un misterio y un júbilo que no tarda en desvanecerse nada más contemplar el contenido que guarda en su interior el paciente buzón: una abrumadora publicidad de partidos, por un lado; y de otro, de sobres con el voto para las próximas elecciones. Un derroche sin igual, no sólo porque en casa somos nada mas que dos, y pudiérase con lo que hay votar hasta una docena de personas y a una docena de formaciones, sino porque retirada la electiva carga, al día siguiente el buzón, milagrosamente, luce como si no hubiera sido desalojado en su integridad: hasta arriba de papeles con idéntica llamada. Y luego que el dinero escasea, para lo que nunca debiera escasear. ¿Votaremos a alguien?
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