Tantas líricas loas pregonaron en todo siglo las virtudes de la primavera, rindiendo pleitesía a su florido paso, a sus múltiples bellezas, que cuando un revés de los cielos, como el de estos pasados días la embaraza con sus mudanzas de aguas y fríos, parece como si nos hubieran vendido un corcel que no anda, que es un puro desastre y no ese veloz, de pisada firme y sedosas crines, que nos aseguraron cortaría los vientos, casi como el Pegaso de leyenda.
Necio es suponer que en la estación poética por excelencia todos son flores, mansas y perfumadas brisas y pájaros amenizando con sus sonoros cantos esa idílica atmósfera, a veces más imaginada que real; entre otras cosas porque por muy hermosa que fuera, sería catastrófica para la fecundación de los campos y el equilibrio de los humanos si mucho se prolongara. Demos por bueno lo acaecido, esos cambios que dentro de un orden y no de un descalabro se originan, y como en la vida, aceptemos que para que las luces brillen, habrán de precederlas unas sombras, tan necesarias como ellas mismas.
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