A las legiones de turistas que acuden atraídos por el buen nombre de nuestra ciudad y la de asomarse al despeñadero del Tajo, sintiendo el vértigo de las honduras en el estómago, ni siquiera este cambio brusco del tiempo de una semana a otra, las han hecho disminuir. A la conquista de la ciudad, llegan, sobre todo, en autobuses, cada vez de siglas más extrañas, longitudes más sorprendentes, y combinación de colores más estudiadas, para diferenciarse entre ellos. Una vez fuera, cada uno con su guía, en realidad el comandante de su escuadrón, se diría se disponen en orden de una batalla a librar. Por países, lenguas e incluso por ciudades se mueven de un lado a otro, ocupando aceras y vías, muy agrupados, muy obedientes y atentos a las instrucciones de su jefe, siempre bien visible, a la cabeza de sus soldados, con algo que lo distingue, una sombrilla, una bandera, un cartelón, un abigarrado pañuelo. No se puede hablar que la batalla llegue a librarse, pero sí que los soldados al llegar a determinados sitios, más que nada a los pretiles del Puente, se desmandan, se mezclan, pierden su uniformidad e identidad, y sí que disparan, a todo lo que se mueve, a diestro y a siniestro, a lo largo y ancho del precipicio; pero sólo con sus modernas cámaras, móviles y utensilios de la ultima generación.
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