Y no porque sea festivo, que eso poco importa, pero a estas horas de la mañana sólo se ven viejos, y entiendo que ellos, como uno, no quieran darse cuenta que lo son, que han pasado los años con la presteza, certeza y prontitud con que descarga una tormenta, que llega y se desvanece con la misma celeridad que vino. Como han madrugado más que lo ha hecho el día, ociosos y despabilados, a la puerta de los cafés abiertos, en los jardines sin pretensiones de las barriadas, o en las calles, aún sin coches, no paran de charlar: de fútbol, de política, o de otras cosas, que tan largo es el inventario de su memoria como el de su edad. Hablan sin parar, quitándole las palabras a los otros, tal vez, para sentirse vivos y olvidarse de esa finitud y crueldad del tiempo.
Mientras, después de tantos días con cielos como espejos, que casi dejan ver más allá de ellos, la presencia de unas nubecillas, tímidas, atemorizadas, como pobres invitados a una velada de ricos, vienen a poner en las inabarcables alturas un algo de sensatez y de osadía; contando con que a la estación le queda unas semanas de caducidad, y porque no hay nada como unas nubes, por muy deshilvanadas y nimias que sean, para matar el tedio de tantos días de exasperante igualdad climática y visual. Un alivio ver algo nuevo en medio de años y años reunidos al alba en una comunión de pareceres y de charlas tan vetustas como ellos.
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