Irrumpe, perezosa, desganada, la mañana. Distinta de otras. Como envuelta en un vuelo de mínimo y tenue papel. Y como papel agitado es el sollozo de un remolino de aire del perdido entre la densa fronda, recién estrenada, de hojas y cargadas ramas de los árboles, que malhumorado rezonga, mas que llorar, sin encontrar salida. Como traslucido papel de seda, también, son las montañas y los oteros que, sin estorbarse lo más mínimo, en su vigilia del valle, se dirían de finísimo cristal, y un tratado de gráfica geometría la presencia de unas y otros, con conos, pirámides, truncadas y clásicas, triángulos, rectángulos... Por allí, aún gestándose para mayores empresas, merodean alongadas nubes, que apenas asoman, apenas quiebran nada, ni la quietud que enseguida vuelve, ni una atmósfera que no parece distinta a la de otros muchas mañanas de este septiembre dormilón; pero, a menos que se ponga algo de unción, hay algo que quiere confesarnos la mañana con esa explanada de nubes, con ese murmullo ahogado de las auras, con ese olor a ribera de río que avizora, sin creérselo del todo, después de una infinidad de jornadas, la llegada de sustento para su cauce, compañero de un perenne viaje.
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