Te digo, Zaide, que este nuestro mundo, por los siglos de los siglos, hasta su extinción, fue, es y será el vasto teatro en el que con agridulce tempo se representa la misma tragicomedia de congojas y exaltaciones, de lágrimas y risas, de sinsabores e irresistibles pasiones que a su antojo nos trastornan y zarandean. Por ver queda, cuáles de estas pueden atentar contra algo o contra alguien, contra nuestro prójimo o vecino de la tierra en la aventura de poblarla. Pecadores somos, y algunos de los pecados ajenos aptos son de merecer, por comunes, nuestra comprensión.
Pero también, te digo, Zaide amigo, que cuando a los demás dañan nuestras faltas, no tendría que haber ningún tipo de redención posible, de humanos o dioses, por magnánimos que sean, para quien levanta o provoca los abusos o los asesinatos de niños, ni para códigos que de alguna forma lo justifiquen, ni para gobiernos que bajo el nombre de guerras justas los alienten. Nuestra maldición para ellos, por la más cruel de las atrocidades que hoy se comete, que ya no es excepción sino habitual regla, ignominia de brutos que al abismo de lo que no tiene nombre nos precipita.
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