Se diría, que es la mañana hoy una inmensa sala de laboratorio al aire libre en la que la naturaleza, utilizando con no demasiado tino redomas y probetas, con entusiasmo demoledor, ensaya sus cálculos y complejas fórmulas, trocándolas en materia viva, regulando luego su funcionamiento hasta donde a ella le convenga, tratando de controlar el poder y energía de sus ingenios a costa de derrocar cualquier serenidad, cualquier sosiego.
Las reacciones, tan repentinas como fugaces hienden la atmósfera: una lluvia que sólo era aprendiz de ella, que era más olor a humedad que humedad, muda en unos instantes en furioso aguacero, empapando y calando como el más fustigador de los turbiones; o un cielo límpido, como traje nupcial, toca a rebato para que un batallón de presurosas manadas de voraces nubes dejen el escenario sin sol y sin luces; o que aceptando el resto, estos, sin pausa alguna, con un zaparrazo respondan a la manifiesta provocación, barriendo de las abarrotadas y etéreas alturas cuanto hay que barrer; o una melosa brisa niña apela a sus hermanos adultos, unos vientos de dar y tomar... Y en todo el trasiego, hay como un eco perceptible de estaciones que van y vienen indecisas, sin tomar partido del todo, el que las llama a obedecer su sino: a emerger unas y a marcharse otras.
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