No con apretujones ni celeridad, asomó el verano, sino muy calladamente, tal como hablaba Manrique de la venida de la muerte; pero, desde luego, una vez instalados en sus augustos y ardorosos predios, con ganas de vapulearnos ya durante unas semanas que nos harán recordar épocas de intenso frío, aunque en aquéllas, penáramos por soles a raudales, como los que nos acompañan ahora. Así somos de volubles, caprichosos y antojadizos los humanos. ¡Qué le vamos a hacer! Y es que esta tarde caliginosa es una de esas malhadadas que nos hacen añorar el invierno, aun en sus jornadas de más rigor y azote. Inmovilidad en la atmósfera, una quietud angustiosa, que planea sobre viviendas y calles con la impunidad que da saber que ningún remedio es bueno para combatirla en el exterior y escasos en el interior cuando no sopla ni una brizna de aire, ni siquiera el que transporta, como no, la flama de la que se impregna todo. Se han ido esta tarde a no sé donde los cantos de los pájaros y se nota su ausencia no sólo en la carencia de trinos, sino igualmente en la perenne tranquilidad de ese cercano y frondoso laurel en el que no hace tanto solían con abundancia cobijarse; o ese arbusto de adelfas todas cohibidas que parecen esconder sus flores adosándolas, como charcos de leche derramada, contra la blancura todavía sin mácula de la recién enjalbegada pared.
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