Estas monjitas de tocas grises, curan las heridas, no las de nuestros cuerpos con gasas, apósitos y bisturíes, que para ello necesitarían más conocimientos que los que poseen, sino las que el tiempo impone a los libros, a libros centenarios. Los que les he llevado durante unas décadas, algún destrozo les había provocado el mal cuido de sus dueños; en otros eran los años los que habían impuesto el desgaste en sus hojas, tan frágiles y necesitadas de mimo como los huesos de cualquier humano en su molesta senectud; las manchas en ellos también se imponían con cierta similitud a la que en nuestra piel nos va provocando la vida, sin ningún motivo especial que no sea el de su inexorable avance.
Las monjitas, a las que después de tanto tiempo tratándolas, no sabe uno si llamar madres o hermanas, (seguro que bien ejercerían de ambas de tener familia a su cargo), han ido, como todas las cosas, a menos en su número. De aquéllas que se ocupaban para no depender de nadie, de bordar, remendar desgarraduras o quemaduras en prendas delicadas, una quincena al menos, sólo quedan tres o cuatro, llenas de achaques y hablar más apagado que nunca. Pulsamos el timbre para llamarlas, una, dos, tres veces. La vibrante punzada, se pierde en el interior de su clausura, muy lejos, donde imagina uno patios soleados y penumbras, rezos y cuchicheos por igual, y el tiempo detenido como en la misma torre, airosa y bien enjalbegada en su eterna vigilia sin horas, que se alza sobre el edificio.
Cuando llegan con el libro, de nítida envoltura ahora, sin aliento por haber imprimido a sus viejos miembros cansados una aceleración para llegar antes, prorrumpe su portadora en inacabables excusas porque aquél no está todo lo bien que ella querría, como antes, cuando la mente y las manos le obedecían: una letra torcida en la lomera, un número alterado, una inicial que no corresponde a tu nombre, que, en realidad, para uno que no les exige más de lo que pueden dar, no afecta al contenido, que es lo esencial.
Cuando llegan con el libro, de nítida envoltura ahora, sin aliento por haber imprimido a sus viejos miembros cansados una aceleración para llegar antes, prorrumpe su portadora en inacabables excusas porque aquél no está todo lo bien que ella querría, como antes, cuando la mente y las manos le obedecían: una letra torcida en la lomera, un número alterado, una inicial que no corresponde a tu nombre, que, en realidad, para uno que no les exige más de lo que pueden dar, no afecta al contenido, que es lo esencial.
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