Tres partes de agua y una de tierra componen nuestro planeta. Una abusiva y manifiesta superioridad del líquido elemento sobre lo que no lo es. De temer es, pues, a la larga, un achuchón usurpador de aquél para procurarse y anexionarse lo poco que aún no le pertenece.
Un alivio que nuestras tierras se hallen de momento alejadas en distancia y, sobre todo, en alturas de las del más cercano mar, y que una embestida de éste muy fiera habría de ser para sumergirnos en sus insondables profundidades.
Alerta, no obstante, estaremos, por si aliados maremotos y descomunales embates de las aguas, precisáramos de meter en morrales lo de más precisión y tomar cumbres de montes como las que distinguen al Mola, Muret, San Cristóbal o Torrecilla por si fueran inmediatos, hipotéticos y apresurados destinos, que tampoco es mal suelo para quedarse viéndolas venir y cómo se hunde el mundo. Pensándolo bien, sin necesidad de océanos alborotados, eso ya lo estamos haciendo un día sí y al otro también, los que lo habitamos, con ganas de acabar cuanto antes con cuanto nos rodea.
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