Son varias las señas de identidad que a nuestra población dan personalidad y carácter; no menos que a cualquier ser vivo. y es que creemos que, a su modo, las ciudades acaban por apoderarse de esa cualidad esencial de sus habitantes, transformándose en algo dotado de vida en su sentido más lato.
De las virtudes que le dieron identidad a Ronda, aun siendo un elemento no exclusivamente propio, sino compartido con muchas otras ciudades andaluzas, nosotros nos quedaríamos con los cierros, pequeños y grandes, nimios y monumentales, que comparten propiedad casa y calzada. Aquí entre sus calles, en las más escuetas y en las más descaradas, en las más encumbradas y en las más llanas, en las retorcidas y en las de total derechura, encontraron aquéllos un asilo, un florecimiento y una belleza de inesperados matices que empujaban con su arte laborando sobre el hierro y la forja artesanos de inusual ingenio. Sus nombres no han quedado registrados en volúmenes de historia, ni en textos de arquitectónicos contenidos.
En los que nos quedan, ya que muchos se perdieron, palpita un universo de alada belleza cuando se cuelgan de las níveas fachadas o la paz sosegada de una morada cuando se posan en las aceras, en un terreno que fue suyo antes que de éstas. Su juego de ancestrales raíces, es el de mostrar sin dejar expedito el paso; de seducción y de atracción ante posible ilusiones de invasión de una intimidad siempre guardada, pero también, en todo momento expuesta, a la vista. Su mayor representación, como su cuna, es de otros tiempos, con los enamorados como mayor exponente de ese tira y afloja entre lo que quedaba dentro y lo que permanecía, y no por gusto de ellos, fuera.
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