Como no merecimos permanecer en ese edén del que fuimos expulsados con ira en bíblicas edades, más de uno se aferrra desde entonces, con tenacidad de impertérrita lapa al suelo natal, en el que de suyo tan a gusto vive, cuando lo dejan, para hacer de él su paraíso personal que, con dignidad, vendría a sustituir al fabuloso de añejos tiempos, ilusionado con que nadie venga a echarlo de él, ya que eso sería más serio que lo que hicieron con unos padres apócrifos.
Lo cierto es, que planteada así la escena, con la pertenencia ahora real a una ciudad a la que hemos otorgado sin ningún reparo la consideración de nuestro vigente paraíso, esa huida temporal por razones climáticas y de conveniencias sociales hacia feudos más soportables, dicen, nos suena como si de una segunda expulsión se tratara de un edén, del que nos cuesta un mundo abandonarlo, no importa que sólo sea por unos días, pocos sí, pero que se nos van a hacer eternos, nos tememos.
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