La curiosidad con harta frecuencia resulta nefasta, nos fustiga y nos mata. Cuánto mejor resultaría para nuestra tranquilidad no hacer caso a tentaciones malsanas y seguir el camino que nos señala el verano; sobre todo para los que, un poco por los años y otro tanto por el hastío de situaciones que no hacen más que repetirse, son los que muerden el polvo de nuestro desánimo.
Con una mañana que ya quisiéramos como estampa y símil del presente estío, de brisas mansas y acariciadoras, nuestros pasos nos han llevado hoy hacia el Castillo, que desde hace más de un siglo no es tal, sino de nombre; pero que lo ha heredado por la misma ubicación lo que hasta hace nada fue un centro de enseñanza. Una edificación de falso clasicismo, que alegra poco la vista y que tiene su historia, como todo, a cuesta y sus luces y sus sombras, más de éstas que de aquéllas en los años para olvidar de la posguerra.
Lo poco que permanece de la antigua fortaleza, queda por fuera: algún lienzo, algún vestigio de bastión de carcomida piedra para que, al menos, no suene a leyenda la veracidad de una de romance, que estuvo allí con más de una civilización y de una raza. La belleza, pues, se refugia en estos escasos históricos restos y en sus anexas laderas en las que comienza o acaba, según se mire, el despliegue de rocas hasta sueños más fragosos y encumbrados.
Hay, por lo demás, elementos a las puertas del seudo Castillo como para pensar que se avecinan cambios: un volquete de una empresa constructora, trozos de muros atacados por la piqueta y gotas solemnes de toda esa atmósfera que rodea al comienzo de una obra. Según el encargado del aparcamiento al que preguntamos, ha oído que se ejecutan para rodear al edificio con una protección que evite la entrada de intrusos. ¿No se tratará, pensamos, de una artimaña para acallar posibles resquemores y pasito a pasito, muy quedos y sin grandes alborotos acometer lo que ya se sabe, lo que sabemos todos?
El mismo empleado del aparcamiento, que se ha criado por la zona y que está contento de tener el trabajo allí, nos habla entre otras cosas del pasadizo, que también vimos nosotros, descubierto hace años que comunicaba bajo tierra la antigua mezquita con el castillo árabe, y que se tapó apresuradamente porque no tenía gran valor arqueológico o por no poner patas arribas toda la plaza. Ante los inminentes cambios que se avecinan, puede que, en contados meses, el soterrado pasadizo sea por su condición de invisible el único rastro que permanezca de todo un pasado, no sé si más fructífero que el actual, pero, desde luego, de más seriedad, menos artero, de más respeto por lo que nos rodea.