Raras veces falta en nuestro paseo matinal, a esa hora en la que aún es posible andar con algo de brisa fresca como compañera, unas vueltas repetidas por nuestra Alameda que, ya antes de entrar en ella, nos está llamando a voces desde la calle de San Carlos, con la seducción inmediata de su apabullante fondo de traslúcidas montañas en lejanía, en una increíble geometría de formas y colores y con una promesa, no tácita, sino descarada, a unos pasos, de recetas de serenidad para el espíritu y de esplendor para nuestra vista.
Lo es, también, la que gusta de ofrecernos el sombreado y vasto paseo central, con sus árboles centenarios y su tupido dosel, muy encumbrado, desprendiendo sombras que son un regalo en estos días del año. Verdad es, que dejando a un lado la amargura de sus estropicios urbanísticos y algún que otro esqueleto de farola, tullida en su integridad, por lo que a los jardines se refiere da gusto verlos.
Desde hace poco, hemos recibido con gratitud la puesta en funcionamiento de una de las fuentecitas de la entrada, en la que desde hace años no veíamos correr el agua; un líquido, además, que es pura gloria por lo fresco. Como antaño, hemos visto acercarse a ella, palomas y gorriones, no tanto para apagar la sed, como para oír de cerca el rumor cantarino, pequeñito, del chorro, incansable en su nimiedad y trabajo, subiendo una y otra vez, casi rotundo y tangible cuando cae hasta la metálica redondez que la protege y sustenta; que es ley de vida que todo, todas las cosas, necesitemos de una protección para ser y parecer.
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