Este atardecer, como si no hubieran corrido los años y los sonidos del verano fueran los mismos de entonces, de hace unos lustros, cuatro o cinco, cerca de mi balcón abierto de par en par, se ha colado el estridente y prolongado son de una no muy lejana chicharra. Puede que fuera una de las últimas supervivientes de las muchas que merodeaban en aquellos años por ciudades como la nuestra; porque la nuestra es una población que siempre ha tenido el campo a tiro de piedra; de hecho, vivíamos en él y, muchos, de él. Hoy no tanto. Y si nos sigue siendo familiar, se debe mucho a ese desfile estático de montañas, que ayudan en gran medida a mantener la ilusión de su proximidad. Algo es algo.
Antaño, campo y ciudad eran uno, sin ningún tipo de duda, con más exactitud y firmeza. Que las cosas han cambiado, nos lo muestra esa pequeña fauna de chicharras, cigarras, orugas, grandes y pequeñas aves, que antes nunca faltaban a su cita con las estaciones.
De las más alborotadoras de las que traía de su mano el estío eran esas chicharras que ponían música de fondo, interminable, al calor, al silencio, a la tarde y a la noche. El canto de la que acaba de sonar en mis oídos, quebrando la atmósfera de la habitación donde me hallo, ha sonado más angustioso, más triste, más resignado a su suerte, de náufrago en un mar que nunca acaba, que acabará por sepultarla a ella y a las que todavía osan alertar a la gente con su penetrante rin-rin, de que los días, las horas, más sofocantes del verano andan por aquí ya.
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