Fuimos ricos y pródigos, o derrochadores hablando más coloquialmente; por eso ahora nos toca el glacial frío de la pobreza, o eso nos dicen. Pero el caso es que los ricos de verdad, los de los yates, las fiestas, los diamantes y lujos de series foráneas, siguen siendo ricos como siempre, y a más riqueza menos impuestos, y más zalemas: el mundo de hoy es un problema de difícil comprensión para una mente lógica.
Peor es el caso de la cultura, que era pobre antes, incluso cuando, aseguran, todos nadábamos en la abundancia, y sigue siendo paupérrima ahora. Para qué hablar de lo que cuesta editar el libro y de lo poco que se le ayuda a los editores para difundir el conocimiento que la mayoría de ellos llevan. O para otros muchos aspectos de aquélla.
El poco fomento de la cultura es palpable, sin ir más lejos en poblaciones como la nuestra. Uno se sorprende, aunque no debiera, de que se admire tanto a iconos de un llamado arte, que para uno no lo es, y de que por todos lados contemplemos símbolos, efigies y estatuas de sus más famosos representantes, a cual más grande. Toros y toreros por todos lados. De cuerpo entero, en piedra y en metal.
Si se trata de nuestros hombres ilustres, no sólo se echa en falta representaciones de personas que forjaron el pensamiento en muchas épocas de nuestra nación, que son mitos en ella, y podríamos dar una nutrida relación, sino que a los escasos de los que nos hemos acordado, Espinel, Ríos Rosas, le levantamos un bustito, algo más de una cabeza, no vayamos a pasarnos, y en un material no muy bueno; lo justo para quedar bien durante unos días, que lo demás sería dispendio. Lo peor que queda para los restos, esa mezquindad con los que están y con los que no, los más numerosos. Al menos nos sirve para sopesar el injusto trato y comentarlo en esta tarde bochornosa de julio.
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