martes, 10 de enero de 2012

VUELOS MODERNOS



      Cuando esos voraces funcionarios, de paupérrimos salarios, que son los pilotos de nuestra Iberia, con sus continuos desplantes y desafíos, no trastornan los vuelos, los suyos y los de otras compañías, solemos de vez en cuando volar, más por obligaciones de visitas familiares que por placer. Sin demasiado temor, montamos en aviones de los pequeños y billetes económicos, esto es, de los que van como el metro madrileño y cuesta moverse lo que no está escrito.
      Para lo neófitos que no han probado todavía a tener a las nubes como reposapiés, e ignoran cómo les va a responder el ánimo, les aconsejaríamos subirse a un avión de filiación extranjera, donde no se enteren de lo que se habla por micrófonos y difunde altavoces. Así, se evitarán echarse a temblar ante las explicaciones previas al despegue, con que a toda prisa susurra y apabulla una azafata o similar a los pasajeros, acompañado de gestos extraños, para casos de accidente: fuego, caídas a la mar o catástrofes en ciernes del aparato que le transporta. 
      Tratar de que uno aprenda, en contados minutos, lo que habría de menester un master de meses, con máscaras de oxigeno que tendríamos que bajar de no sabemos dónde; inflar aquéllas, cintas que se desplazan con una maniobra de nuestras manos, artilugios que buscar bajo los asientos... Y todo en un momento de pánico. Hay gente ingenua: aquellos que legislan los espacios aéreos y endosaron como obligación esta pieza breve de teatro que  se representa con la asistencia de mucho público, pero que sería un fiasco total en caso de ocurrir lo que nadie ni Dios quiera, porque vaya drama entonces, con la torpeza como protagonista único.   

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