Acostumbrados desde niños a las pinas cuestas de nuestra ciudad, que nunca descansan ni dan un respiro, la de enero, con toda su tradición de estrecheces tras la prodigalidad de las fiestas navideñas, siempre nos pareció, cuando menos llevadera. Pero eran otros tiempos y otras penurias que no las actuales. Calle desoladas, saldos en todos los comercios que a nadie importan un bledo porque ni para eso hay un céntimo de euro en bolsillos y monederos, y una brizna de crudo rocío al amanecer, acompañando una cuesta del mes primero del calendario que no se la salta ni el más diestro de los saltadores en evitar escaseces. Y nos tememos que este año serán muchas las cuestas, no sólo las de enero con las que tendremos que lidiar.
Compensa algo, cuando avanza el día, esos atardeceres, que son un marco ideal en ciudades extrañamente vacía de forasteros, como la nuestra, para olvidar crisis y sinsabores de gobernantes sin tino, nada nuevo, y pensar en mares infinitos y en colores nunca descritos, antes de que lleguen de nuevo las sombras, las de la noche y las otras, que no tienen horas.
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