Esa tos, un mucho pertinaz, machacona, agotadora, tan de nunca acabar, como los recortes con que el Gobiernos nos asusta, sabíamos que daría con nuestros zarandeados huesos en las puertas atestadas de humanos enfermos de una consulta médica.
Y allí fuimos, a cantar y contar el tiempo; al unísono, y no el atmosférico; un espectáculo por el que a algunos extranjeros no les importaría sacar entradas. Porque nunca, en ningún sitio, con una frecuencia tan insistente, tan repetida, tan tenaz, tan desmedida, hemos visto blandir la hora, la medida organizada y coral del tiempo como en las antesalas de los ambulatorios andaluces.
Desde, para que el galeno de turno o familia te revise su cascada anatomía, se ha sustituido el útil y ancestral orden numérico por fracciones de hora en estos centros, las esperas, largas, pero no tediosas del todo, las ameniza una orquesta de voces, destempladas en ocasiones, sumisas otras, de desespero o inquietud las más, en que cada cual esgrime como puede, con papel o sin él, su caballo de batalla, el que marca su entrada al médico, señalado, aunque no siempre haya acuerdo, por una hora, que se discute casi siempre: las diez y cinco, las diez y diez, las puñetas y veinte... Y que no haya coincidencia de ella, ya que entonces, el espectáculo, ni la mejor obra de los Quintero lo mejora.
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