Nunca, parece, cualquiera que sea lo que sugiera el nombre, fue la conocida en la antigüedad como Vía de la Plata, una ruta por la que hombres y animales transportaran a manos llenas el reluciente metal, y sí una calzada, o camino empedrado romano, que, sin interrupción, unía una parte extensa de Iberia, desde Sevilla a Gijón.
En los tiempos que corren, esos tan borrascosos en los que penamos sabe Dios qué añejas culpas, sí que con toda propiedad podríamos designar como Vía de la Plata a la que está anudando a lo largo y ancho de la geografía hispana las calles de todas las ciudades, con el común denominador de comercios que, a docenas, compran plata. La doméstica plata de nuestras bandejas, cubiertos o marcos con fotos conmemorativas. Esos u otros comercios, ya se llevaron antes el pequeño y nimio tesoro de nuestros anillos, medallas o pendientes de oro, de pocos quilates. En un peldaño menos, dispongámonos ahora a desprendernos de su hermana menor, menos vistosa, menos valiosa, pero más expuesta y hogareña.