Diciembre, como mes encargado de clausurar el año, tiene ante sí un montón de funciones por cumplir, y a ello, poco a poco, se presta sin rechistar, consciente de que por mucho que hayan cambiado las cosas en el mundo de los humanos, hay otras, las de la naturaleza, que pocas veces se tuercen. Así, sin grandes aspavientos, cuando hace nada se nos iban los ojos tras la policromía de las hojas, todavía en su sitio en las ramas de los árboles, ese viento otoñal unido al calorcillo del sol que calienta en demasía -por algo estamos en el sur- las vemos alfombrando parques y suelos, en una profusa porfía de formas y colores.
Desnudas sus ramas, sus copas, los árboles dan un poco pena, pero para engalanarse, desde luego, hay que desvestirse antes. Conformémonos. Primero, porque hay arbustos y árboles más pudorosos o tozudos que se niegan a desprenderse de sus hojas; y luego porque pese a ese despliegue de elementos inclementes que de su mano va a desplegar diciembre, más pronto o más tarde, siempre será un mes entrañable, de encuentros familiares, de promesas y de ilusiones; que se hagan realidad o no, dependerá de la buena cara con que el año venidero nos acoja.
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