Ventosa anda la mañana y un poco tristonas las calles. Quiérase o no, estas fiestas en las que tiene uno que pechar con los quintales de felicidad que se nos desea en ellas, dejan un poco baldados a la vez el cuerpo y el espíritu. Ya nos conformaríamos con que una mínima parte de lo que, con buen ánimo seguramente, nos desean familiares y amigos tuviera la suficiente entidad para permanecer a lo largo del nuevo año. Pero de momento, las calles, a las que hemos dejado vacías para recluirnos todos en casa, los que las habitamos regularmente y los que por unos días regresan a ellas, andan, como decimos, dormidas, sin apenas bullicio, salvo los de que por necesidad imperiosa, vigilantes, barrenderos y todo eso, tienen que cumplir con el trabajo, duro siempre, que, de buen o mal grado, le endosó la vida, el destino o sus propios méritos.
Sin embargo, exultantes andamos los demás de que toda esa alegría de la que carece la ciudad en estas fiestas, se haya trasladado al hogar, donde corretean sin descanso los más pequeños y donde los grandes nos contamos cosas que no se relatan por teléfono, ni en el correo en boga de los e-mails. Parece como si dentro de las casas el tiempo hubiera dado vuelta atrás, recobrando a seres que, materialmente, buscaron por ley de vida otros terrenos donde asentarse. El gozo no nos cabe en el cuerpo.
Sin embargo, exultantes andamos los demás de que toda esa alegría de la que carece la ciudad en estas fiestas, se haya trasladado al hogar, donde corretean sin descanso los más pequeños y donde los grandes nos contamos cosas que no se relatan por teléfono, ni en el correo en boga de los e-mails. Parece como si dentro de las casas el tiempo hubiera dado vuelta atrás, recobrando a seres que, materialmente, buscaron por ley de vida otros terrenos donde asentarse. El gozo no nos cabe en el cuerpo.
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