Lo mejor de una enfermedad es su final, claro. Molidos de cuerpo y espíritu, cuando acaba, llegamos a una situación de lo más sorprendente. Tanto que si el mal que nos atacó no fue muy devastador, damos por bueno lo pasado, ya que nos asomamos al mundo exterior, a lo que nos rodea, personas y cosas, con conciencia de resucitado; y como tal, con esos ojos, lo dotamos de un esplendor inusitado, que no es que no estuviera ahí siempre, sino que nos pasaba desapercibido. Todo recién creado, todo al alcance de nuestra admiración y disfrute. No hay nada como gozar de una buena salud y, para conservarla, valdrá la pena cuantos cuidados le dediquemos. Consuelo, en cualquier caso, será en caso de que circunstancialmente la extraviemos, esa pequeña resurección que nos espera.
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