Siempre son los domingos, aprisionados entre el cierre y apertura de la semana, según se mire, un día propicio para meditar y recomponer fatigas del cuerpo, al que el reposo le llega como agua bendita; pero, igualmente, momento ideal para echar un vistazo a mil cosas de las que nos rodean: a los cielos, a nuestros sueños, a nuestras fobias, a lo que pudimos hacer bien e hicimos mal, a las calles y plazas silenciosas, o a los árboles, ya con los primeros dorados destellos en sus hojas, las mismas que no van a tardar mucho en alfombrar suelos por doquier.
Aunque hablando de árboles, cómo no recordar en estas fechas a uno en concreto. Un espectáculo los bosques de castaños de nuestras tierras en estas fechas, acaparando en su seno tanta belleza que se piensa que su misión no sería más que la de hermosear laderas y hondones para recreo de la humana vista. Si a eso le añadimos que es el sustento esencial de varios pueblos de la Serranía, no queda sino ante tantas virtudes rendirle pleitesía y pedir que por muchos años sigan siendo parte visible y familiar de nuestro horizonte, por todo lo que ello significa.
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