A los de tierra adentro, el mar nos impone lo que no está escrito; en realidad, en proporción inversa a como nos predisponen las colinas y alturas a superarlas y no temerlas. Cierto, que el lugar de nacimiento nos condiciona también es este aspecto de fobias y avenencias que al alma nos llegan, bien para ensancharla o ya para constreñirla.
Por todo eso, a los que nacimos y vivimos en tierras montaraces desde siempre, las aguas de los mares nos resultan más insondables, profundas y voraces que para cualquier otra persona. Un simple remojón nos cuesta un mundo, mirando con un punto de admiración a los que lejos de sentirse invadidos por estos enfermizos temores, gozan del descanso que proporciona sumergirse en esas ondas que van y vienen rumorosas, nadando como peces y disfrutando como niños que no entienden de lugares de nacimiento, ni de propuestas filosóficas tan pobres como la nuestra de ahora.
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