La mañana apunta fría. Muy de esperar. Surcamos los últimos días de enero y son apenas las nueve. Ha entrado con desgana el sol en la mañana, muy consciente de su papel invernal. Funde, no obstante, las postrer gotas de rocío, dejando unas huellas húmedas en tejados y vehículos. Quizás por haber nacido en una tierra de montañas y de altura, me gusta el frío. Con él a mi lado, me siento bien, andando y sitiendo sus rigores en el rostro. Purifica, espabila y aviva,como el agua corriente.
Tiene, por lo demás, el invierno, atractivos de los que carece el estío, tan seco y agobiante. Como hoy, ningún momento en el cielo es igual a otro. Un piélago en el que naos blancas, grises, tornasoladas, de mórbidos mascarones, emprenden fantásticas singladuras. Algo que sin desmerecer podríamos aplicar a las sierras, dando sin parar múltiples tonalidades a sus rocas.
Con este escenario, un paseo al barrio de San Francisco, es cada vez más, por los achaques y el tráfico, una ilusionante excursión a un lugar lejano. El Barrio, siempre fue Ronda y no lo fue. Allí íbamos con la sensación de ser un poco forasteros, de hallarnos en un pueblo más de los de la Serranía, con su ajetreo rural, sus campesinos y sus casas de labranza. También, con el ánimo de hallar cosas diferentes para enriquecer nuestro paladar: mosto, productos de matanza, pan blanco o tapas caseras.
Esta sensación de estar en lugar extraño, ha desaparecido hoy por completo. Son muchos los rondeños que, del centro, se han trasladado a vivir a sus calles. Un acierto, porque el tiempo aquí transcurre más aquietado, y la estética aún permanece en sus viviendas.
Las penurias económicas, que en nigún lado perdonan, han puesto su modesto óbolo para que esta mañana, cambiante y sosegada, mi mujer y yo, como si no hubieran pasado los años,degustemos en la plaza del Barrio, en un puesto ambulante, unos exquisitos tejeringos: bien crujientes, con el aceite justo,dorados y tan abundantes, por un solo euro, que la mitad se han quedado en el papel y después en la papelera.
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