Pocos lugares dan una cuenta tan precisa del diario latir del corazón de la Ronda comercial y turística como el de nuestra calle la Bola. Nadie como ella expresa en esos aspectos, el devenir de la jornada que se avecina, porque por el número de las personas que la recorren en las horas iniciales del día, no es difícil adivinar la situación y afluencias de visitantes a otras partes de nuestro urbanismo monumental y el cariz de las ventas en los comercios y restaurantes. Si la calle la Bola está llena, Ronda rebosará también de foráneos y aborígenes, que parecen contagiado por la llegada de forasteros. En caso contrario, unos se resignarán a tener un mal día y, puede, otros, a sumergirse con fruición en pasados años cuando nuestra ciudad era un predio lleno de silencio y tranquilidad y las calles aún pertenecían a los naturales.
Hay no obstante lo dicho, contados visitantes de clara fisonomía extranjera que han contribuido a que en determinados días de los más crudos del invierno o más insoportable del estío, la Bola no esté sola en su soledad de calle mayor abandonada. Son los artistas callejeros. Los más fieles, mendicantes, pediguëños, a través, al menos, de la expresión de un arte, el de la música o el del dibujo, que una vez llenó sus días de juventud de ilusiones. Ronda se ha convertido para ellos en su ciudad de adopción. Y así lo es, desde hace unos años, para ese rumano, cetrino como un gitano e infatigable como una hormiga, que sacude una y otra vez, haciéndola reptar como una serpiente, a su acordeón, al que saca agradable sones, que quieren ser alegres, pero que, en la soledad y vacío de la calle, suenan tristes y nostálgicos. Nostalgia de una país perdido y desesperanza de otro al que llega, para seguir con su música, y sus sones, siendo nadie.
Más lástima produce ese magro, largirucho inglés, instalado desde hace mucho en plena senectud, que se agarra a su arte dudoso de diestro dibujante, para mostrar un manoseado retrato, lleno como él de manchas y arrugas, de un modelo ignorado. Se sienta a ratos, aprovechando el apoyo de un escalón, y muestra su trozito de arte, al que nadie muestra interés, si acaso el de unas monedas, que no otra cosa pretende, que recibe con un apagado gracías, y un amago de sonrisa.
Esta mañana, uno de esos días, sin viandantes, desolados, de los que simplemente piden sin ofrecer nada, me sorprendió un mendigo de los muchos que va dejando la crisis, que mostraba su justificación escrita para la dádiva con esta frase: "Una limosna para continuar mi camino" ¿Cuál será su camino? me pregunté. ¿El de recorrer pueblos y calles, pidiendo y pidiendo? ¿El de llegar a alguna parte con la esperanza de prosperar? ¿El de buscar a un familiar que le de cobijo? ¿o el de caminar y caminar, eternamente, como único fin, sin otra meta?
No hay comentarios:
Publicar un comentario