Cuando el amanecer se presenta como hoy, con vellones de prieta lana, con gruesas capas de algodón, hurtando la visibilidad de viviendas y tejados, no dejando ver más allá de tus narices, uno se las promete muy felices porque pocos espectáculos existen más hermosos que la niebla haciendo cabriolas, hecha dueña y señora de ese enorme y hondo espacio al que llamamos Tajo, jugando con tu percepción a la que a ratos engaña, descubriendo y tapando; y cámara en mano, dispuesto vamos, a todo el correr que nos permiten la movilidad de nuestra débiles piernas, temerosos de que cuando lleguemos al balconaje de la Alameda y a los ahora desnudos olmos que en su alineación lo imitan, nada quede de las apelotonadas y madrugadoras nubes, más que el recuerdo.
Y ,por desgracia, así es si no fuera por huellas de su paso que tras esa inofensiva invasión, permanecen aquí y allá, sombreando cumbres y situando jirones en otros casos, que se aferran al suelo de las huertas, de las pequeñas praderas y de los nimios bosquecillos de olivos, como aliento, visible con el frío, de la madre tierra. Y con esa insatisfacción tan propia de los humanos, se marcha uno, con su necedad, cómo si ese escenario tan fuera del mundo que diariamente nos ofrece nuestro serrano precipicio necesitara de algo para maravillarnos, para dejarnos sin habla; y con la misma premura que llegamos, si echar siquiera una mirada a ese esotérico equilibrio de los almendros ya florecidos en las laderas del Tajo, nos marchamos. ¡Que los magnánimos dioses, los manes y los penates, y todos los demás, nos perdonen!
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