Que por aquí anda solazándose el invierno, con su digno pregonero, el pérfido enero, más patente se hace en estos iniciales días del mes, cuando con desangelado ánimo y bolsillos hueros, a nuestra vera lo tenemos caminado por esa tremenda cuesta que a la ruina doméstica tienta. Y es que con las primeras dentelladas de ese bribón, que en carne viva hieren, igualmente parece flagelada la ciudad, con esas ramas arbóreas, por doquier, "in puribus", o lo que es decir, mostrando sin pudor alguno su desolada desnudez y unas redondas semillas en los altos ejemplares del paseo de nuestro afamado parque, que son como lágrimas por un frondoso verdor y de un pudor que antaño tuvieron y ahora yacen perdidos.
Y algo extraño de ver, las aceras también lloran su soledad, añorando esas manadas de turistas que las reventaban, de extraños pelajes y lenguas, impersonales, gregarios hasta el hartazgo, sin más voz que la de su guía, no siempre fiable, muchas veces embustera, ni tampoco sin darle más destinos a sus pasos, que a lo que su dictador, su dios ahora, se le apetezca, que ellos son ciegos y él su lazarillo.
Para que no se diga, de todo ese apabullante tumulto de extrañas jergas, libertad de vestidos, para reír a carcajadas las más, algunos de los más fieles de nuestros visitantes, los orientales, aunque con la laxitud de un precario goteo, se han liberado de la dictadura de los viajes grupales y de sus vocingleros guías, y en pareja de a uno o de dos, con rostros de que ahora, la ciudad, semi vacía de viajeros, es toda para ellos, con faces en las que baila la felicidad del momento, te miran con ojos inquisitivos, como si quisieran preguntar algo, o a uno se lo parece, porque lo cierto que en esos libros y mapas que nunca se les caen de las manos, está escrito, posiblemente, más de lo que cualquiera de nosotros, los naturales, sabemos de nuestra ciudad.
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