La lluvia, la última, fue por fin pertinaz, remediadora, sin vientos que la desfiguraran y alocaran. A nadie, sin embargo, desquiciaron más que a una pareja, carbón carbón, pico zumaque y cola señorial, de chovas que, desde hace algún tiempo, se regalan, como romanos césares, con la frondosa espesura, verdor y acre olor de un panzudo laurel, que en mi jardín, muy descuidado y lleno de años crece.
No es mal sitio, porque su prieto y amazacotado interior, pone freno a los desasosiegos que causan las bruscas mudanzas del tiempo; ora, a las crudeza de los hirientes inviernos, ya a las insufribles taras de las calimas de los interminables estíos.
También a ellas, vivientes al fin y al cabo, amedrantan la rigurosidad de las estaciones desatadas, y si a pesar de todo pechan con lo que de los cielos en el exterior cae y a sufrirlo salen, es porque, como a todos, les parece una necesidad respirar ese aire montaraz que por doquier, de aquí y allá, impregnándolo todo, desde las cercanas sierras, sumiso y puro, viene.
Pero claro es, con todas sus buenas intenciones, cuando se deciden a dejar su abrigado hogar, el agua que no da un respiro y que todo lo empapa, también donde ponen sus patas, en tejados, antenas, chimeneas, balcones, empalizadas
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