Apacigua enero sus furores, o puede que, aparentando una engañosa y pronta retirada, los esconda, para, cuando menos se piense, ponerlos en liza de nuevo. De momento, es muy de agradecer la tibieza y calidez de un sol que no pretende ser falaz para nadie, porque pese a todo, a calentar viene, que es lo suyo, con meridionales humores y rayos que son una bendición para el cuerpo y para el espíritu; pues aparte de los consabidos beneficios, que cuando está de buen ver vierte en nuestros humanos organismos, no es lo mismo caminar más pendientes de charcos helados o de dónde meter las manos para proporcionarles un mínimo de ardor, que de los atractivos que pueda ofrecernos la estación, con brotes por doquier en el campo más próximo y en las mágicas laderas del Tajo.
Andar y ver, remozados y como nuevos, acumulando sensaciones de luz y color, sin que nos amedrente, como en pasados días, el rigor del frío, tozuda agua o huracanados vientos, avizorando el permanente espectáculo natural que nos rodea, con perceptibles huellas de una mudanza que ya, muy tímidamente, anuncian los almendros.
Otro espectáculo más humano, pero de antiquísimo origen, también anda desde hace unas semanas por estos lares: el del circo. Ignoramos si el hecho de una estancia más prolongada que de costumbre, provendrá de los mismos problemas que el de los antiguos circos, aquellos de modestas carpas y equilibristas y de famélicas fieras, que nos visitaban en los años cincuenta del pasado siglo, con desoladoras actuaciones en las que apenas ganaban dinero para trasladar su fanfarria y sus animales enjaulados hasta otras poblaciones. En el Llano, hoy tan poblado, desierto entonces, meses permanecían pasando hambre e, imaginamos, maldiciendo el día el cual aquí llegaron.
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