La sensación, contemplando la vastedad de los visitantes, las razas y las lenguas extrañas que se oyen por doquier en nuestra ciudad, es que el mundo entero se ha echado a la calle, harto de crisis y de que continuamente le hablen de ella. Y aun sufriendo en sus carnes las heridas de ese fatídico estancamiento de la economía, han determinado, todos los habitantes al unísono, que, para no pensar en las privaciones, que son el cotidiano pan de cada día, de cada hora, de cada instante, lo más sensato y reconfortante es abandonar por un tiempo el hogar, igualmente al acusado pesimismo de televisores, prensa y radio, fatales emisarios del universal estrago, y darse un baldeo por las infinitas tierras que conforman nuestro planeta, más que nada para comprobar que en todas partes cuecen habas y así olvidar aliviados las propias miserias.
No descartamos tampoco, para justificar las riadas de foráneos que nos visitan, que a nuestra ciudad la quieran conocer hasta los gatos; si es que alguno de estos todavía no la conocen, para comprobar, sin que otros se lo cuenten, si es verdad lo que no le dejan de repetir, de sus encantos y de sus despeñaderos sin fondo, sus montañas diamantinas y demás. Porque sólo así se explica la presencia del ciento y la madre de naciones y lenguas, mirándolo todo, que eso no cuesta dinero, porque si con la mirada se comprara, en pocas horas se vaciarían las existencias de todos los establecimiento. ¿O es que ustedes han visto, por casualidad, alguna vez, a nuestros más obcecados y fieles visitantes, los japoneses, en los ya luengos años que llevan viniendo, a uno solo comprar algo,
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