Ahora que el mes se encamina a liquidar el trámite de sus postreras semanas, también, en un punto, parece ya abocado a ceder en sus intentos de amargarnos nuestra vida veraniega con sus imponentes calores, los mismos que nos mantienen en un permanente estado de exudación y nuestra mente como si no fuera nuestra, completamente ida, vagando por regiones tan inhóspitas que sólo al insomnio más recalcitrante responde.
Lo cierto es, que a esta adormecida tarde dominical de un agosto que declina, le encontramos en su aquietado transcurrir, en sus luces pocos violentas, en sus juguetonas brisas, que cantan futuras mudanzas, parecidos aderezos, vestiduras y actitudes con otras de veranos de antaño, también insufribles, aunque solo a determinadas horas y en contados días; pero a los que una inexplicable placidez en los atardeceres nos llenaba de un desconocido júbilo por disfrutar de lo que quedaba de día y de mucho de la noche; de sacar las sillas a la puerta en vecinales tertulias o de recorrer incansables las calles y plazas vacías de todo lo que no fuera gente sin prisa.
Ahora que tendemos a olvidar todo lo más cercano, es algo que, extraña y sin ningún motivo, nos trae del ayer esta sumisa tarde dominical, excepcionalmente sin ruidos, como otras remotas en el tiempo.
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