Vecinas suelen ser la monotonía y el tedio, y, por eso, a veces desesperamos porque algo rompa con una estabilidad que por prolongada nos incomoda. Humanas manías, desde luego, que vienen a confirmar que con nada estamos contentos, y de todo protestamos, del frío, del calor, de la lluvia, de los cielos grises y de los despejados.
Como no escapamos a esas horribles manías, hemos recibido estos últimos días con un suspiro de satisfacción la presencia de unas nubes sin fuerza, apenas un simulacro de ellas; pero nubes al fin y al cabo, en unos cielos que, desde no sé cuánto tiempo, permanecían inmutables, sin una pizca de mudanza en su cotidiano acontecer, cegadores y quietos como inmensos piélagos embrujados. Nos parece que la completa desnudez a nadie viene bien, ni siquiera la íntima del alma, así, que cubran su impudor, aunque sólo sea parcial y torpemente nuestros cielos, con esos flecos y enanas madejas, que ni a blanco llegan, fobias aparte, nos encanta como noticia.
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