¡Menudo argumento para una novela de aventuras! El del planeta tierra atravesando impasible una densa nube de polvo, que no es sino escombros dejado a su paso por un cometa de enrevesado nombre, pero que en los nocturnos cielos surgen con la impronta de raudas estrellas, de fugitivo y rutilante tránsito.
Algo así venían pregonando los medios de comunicación, expertos en no dejar en paz nuestro ajetreado ánimo y llevarlo de sobresalto en sobresalto y de respingo en respingo. El suceso se anunciaba para la pasada madrugada, y tanto habían insistido en la magnificencia del etéreo espectáculo, que allí estuvimos a esas horas intempestivas, que sólo están hechas para dormir y no para ninguna otra cosa, con mirada boba clavada en los cielos. Ninguna estrella, ni siquiera la de todos los días, y menos lluvia, ni parsimonioso chispear de ellas. Nada contemplamos de mayor rango que no fuera una completa oscuridad arriba y la macilenta luz proyectada sin ganas de una farola abajo. Confesamos nuestra decepción, que pueda que fuera tal vez fiasco de nuestra imaginación por no poner de su parte y componer con maña lo que en lo alto no había.
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