Nos abrumó Agosto, igualmente, como su predecesor, pero en menor medida, con la explosión de sus personales furores, de sus infernales fuegos, con los que, en cualquier caso, el mes se lo pasó en grande en determinados días, azotándonos, vapuleándonos y amargándonos el sagrado descanso, la existencia, en una palabra.
También, se valió de ancestrales tradiciones para que, mordiendo el anzuelo de paradisiacas playas, encumbradas montañas o rincones olvidados de Dios, desperdigarnos de nuestros hogares, a los que dejamos tan desamparados y vacíos como odres romanos en vitrinas de museos, y tomando el cayado y la manta del peregrino nos lanzáramos a vagabundear, a veces con norte, y otras sin él, añorando lo que no está escrito, aunque nadie se atreviera a confesarlo lo que atrás dejábamos.
Lo mejor de este trasiego de los demonios, de idas y venidas sin respiro alguno, es que nos trajo a las manos seres a los que la vida azarosa mandó a otros lares, a hijos y nietos, sobre todo, que no todo ha de ser vituperios y malos modos con el mes que acaba, que esto se lo tenemos que agradecer y no es poco.