Al veranillo del que hemos disfrutado estos días, un milagro inesperado para unos, una calamidad por extemporáneo y dañino para el buen proceder de cultivos y campos para otros, vinieron a engullírselo desapacibles tormentas y un frío de mil demonios, tanto más temible cuanto que su desproporción con los grados de bonanzas que cundían por entonces era considerable.
Pensemos, con decepción o contento, defensores y críticos, que era lo previsible; no ya por estar fuera de lugar, sino porque por tener principio, como todo, salvo dioses y otros invisibles seres fuera del alcance de nuestras mermadas mentes, abocado estaba, más pronto o más tarde, a un previsto final. A esa humana multitud siempre descontenta, en cualquier caso, se encarga siempre de dar gusto la pródiga naturaleza; en esta ocasión a los que agobiados por excesos térmicos que no eran propios anhelábamos radicales mudanzas. Se aproxima el invierno y aunque nos guste, si por algo hemos de sentirlo es por ese sector de la población cada vez más numeroso que, mientras otros roban y se enriquecen hasta insospechados límites, ha de escoger entre mal alimentarse o calentarse, ya que su economía para nada más le da y son un abuso que no tiene nombre los precios del consumo de luz.
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