A mis pesadillas habituales no las acometen terrores de escalofríos, ultraterrenos; no hay más terrores en ellas que el terror de nunca poder acabar lo que estoy haciendo: un examen, un libro, alcanzar una calle, vadear un río, cualquier cosa que sea lo emprendido. Y una y otra vez, y mil veces, a imparable velocidad, doy vueltas y más vueltas
sin jamás llegar a terminar lo que tengo entre manos, en una repetición que agota y martiriza. No existen piedras descomunales en mis sueños que, como el mítico Sísifo, tenga que aupar por verticales muros sin lograr, a pesar de acariciarlo, el descanso de la llegada a la cúspide; aunque sí la condena, a la impotencia, una noche y otra, del constante fracaso, a la maldición de repetir lo que se muestra inalcanzable, sin ni siquiera, al menos, tener acceso al suspiro que supone el abandono.
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