miércoles, 3 de abril de 2013

UNA FUENTE QUE NO MANA




     Sueños tuvo el hombre, pero ninguno tan obsesivo mientras envejecía que el de trocar los achaques de su lastimosa decrepitud por una mágica eternidad en la que no contaran los años ni las miserias que estos arrastran. De la imperecedera lid que, calladamente, todavía sostiene, en una más que vana persecución de la fuente de la milagrosa juventud, una pizca de ese ensueño de inmortalidad toma presunta vida todos los días en las farmacias: santuarios de los mil remedios, hogar de los mil prodigios, pública fuente de la que aún parece manar alguna gota de ese secreto y escurridizo hontanar de las maravillas.
      Y a ellas vamos a toda prisa, a hacernos a codazos un sitio en las farmacias, no vayan a quitarnos nuestra ración de juventud;  a todo correr, sin resuello, antes de que la luz de la edad se apague; a sus redomas incandescentes, a sus polvorientos y orondos frascos, Píldoras que proclaman curar todo y agravan más las dolencias; papelillos de santos polvos, que lo que empolvan son nuestros órganos de química basura. Enorme negocio para los que lo fabrican y comercian con ellos,  llenando todo ese retorcido  vademécum de una interminable relación de engañosos medicamentos curalotodo.
         Al menos, en las antiguas boticas, el boticario tenía figura y ademanes de alquimista; sus botes de colorines alegraban los rústicos estantes y la vista; aparte de que,  con su baby de colegial,  era como si fuera de la familia;  sus remedios y preparados no prometían milagros, (que de éstos hay pocos) sonaban a castellano sus nombres, y su precio era mínimo.

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