Como astros en la noche de los tiempos, hay ancestrales símbolos que orientan o desorientan, según se interprete el estallido de su luz, porque también suelen ser signos de destrucción. Tan pegado al inconsciente popular está el de la cruz, que hasta grabado en nuestras tumbas después de muertos nos acompaña.
Cruces y su utilización hubo muchas, pero pocas como la roja, la que cuando tuvo que enfrentarse a otras, las que no dejan de asolar al mundo, las de las infames guerras, -una herida que nunca cicatriza, una puñalada que no cesa a la razón y al buen juicio que debiera guiar a los que, por el contrario, las provocan-, no dudó ya, que no estaba en su mano detenerlas, enfrentarse a lo más inhumano de ellas: a la soledad de los heridos, a la orfandad de los hambrientos, al horror y a la ceguera de la inacabable destrucción.
Esa abnegada y ejemplar Cruz Roja, ya que de ella hablamos, que tanto sabe del oprobio de las guerras, nos recuerda ahora en entrañable exhibición en Santo Domingo, una cara inédita de una de nuestras más crueles e infames guerra, la civil. Que una visión de su crueldad, de su soledad, de su tristeza sin fin, nos llegue a través de los dibujo de las víctimas más débiles, más inocentes del conflicto, es algo que aunque pasado llega al alma, porque hay cosas que es difícil olvidar, pero que deberían servir para no olvidar que cualquier camino es bueno si se trata de evitarlas. Nuestra enhorabuena a los que, en la sombra como ahora, laboran para que muestras como la presente, nos hagan pensar.
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