Cuando cede la lluvia y el frío y el sol mínimamente alumbra, la pobretería se echa a la calle. Es la nuestra más larga, más derecha, la que la recoge a esta expatriada, sin patria definida ya, que no teme exhibirse, mostrar su desgracia y pregonarla: la de perdido suelo extranjero. Parece que estuviera en los portales esperando esa sonrisa indecisa del tiempo para sacar sus bártulos a la calle, que no son más que desaliñada ropa y cartones, grandes y pequeños, no para taparse con ellos, como es posible que hagan con las sombras de la noche, sino parta inscribir en ellos con torcidas letras, con abultadas letras, con torpes letras de aprendices de un idioma que no es el suyo, pero que será el de sus hijos, la pequeña letanía de sus incontables desgracias: "Tengo hambre". "No tengo trabajo". "Tengo un hijo enfermo". "Mi marido tiene cáncer". "No tengo dónde vivir...". Acuden a la caridad de los nativos, más cercanos a su desgracia, porque algunas son casi las suyas. ¡Malos tiempos son para todo el mundo! ¡Claro, para los de siempre, los de abajo!
Entre la necesidad y la indigencia se mueven los músicos ambulantes, que se aferran a la caridad de los visitantes, de sus compatriotas, porque también son ellos extranjeros. Pero son jóvenes, y no paran de darle vueltas a ilusiones, firmes todavía, de componer una melodía que le cambie el destino, la de un concierto con multitud de espectadores y ovaciones. Poco cuesta soñar. Sabedores de que la música para que vibre, para que llegue, necesita recogimiento, sacro ambiente, callada belleza, ponen su pequeño tablado, sus instrumentos, en sitios en los que priva el silencio y algo de eternidad: entre exuberantes pinsapos en el Campillo; en los muros de las iglesias, con sillares como respaldo; no lejos del Puente, donde los sones de sus trovas, los lamento de su violín, de su guitarra, se mezclan con los del río. ¡Malos tiempos igualmente para ellos! Porque casi nadie los mira, porque la música pone un aire de más tristeza donde ya no poca había.
Entre la necesidad y la indigencia se mueven los músicos ambulantes, que se aferran a la caridad de los visitantes, de sus compatriotas, porque también son ellos extranjeros. Pero son jóvenes, y no paran de darle vueltas a ilusiones, firmes todavía, de componer una melodía que le cambie el destino, la de un concierto con multitud de espectadores y ovaciones. Poco cuesta soñar. Sabedores de que la música para que vibre, para que llegue, necesita recogimiento, sacro ambiente, callada belleza, ponen su pequeño tablado, sus instrumentos, en sitios en los que priva el silencio y algo de eternidad: entre exuberantes pinsapos en el Campillo; en los muros de las iglesias, con sillares como respaldo; no lejos del Puente, donde los sones de sus trovas, los lamento de su violín, de su guitarra, se mezclan con los del río. ¡Malos tiempos igualmente para ellos! Porque casi nadie los mira, porque la música pone un aire de más tristeza donde ya no poca había.
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