En otras calendas más alejadas de hoy, cuando la medicina era de andar por casa y una minucia el conjunto de los medicamentos, los galenos, a los ricos, para males para los que no encontraban remedio, solían recetar, como panacea universal, "campo". Comprar una casa en su rural suelo para pasar temporadas, o alquilar en su defecto algo a la medida de su estatus, porque hasta en la riqueza hay escalones. A los pobres no, claro, estos ya estaban en él, viviendo de él, roturándolo a golpes de azada y escardillo, mimándolo con su sudor porque era su pan. Y es de pensar, nos lo imaginamos, que no existía la contrapartida para los aldeanos, a los pobres de siempre, prescribirles "ciudad", por motivos obvios y porque las enfermedades inexplicables, atacaban más a los pudientes.
Ahora que los doctores, sin doctorado, sólo de nombre, no lo recetan, para los que vivimos en ciudades, más grandes o más diminutas, el campo, a mano o no, sigue siendo tan terapéutico como ese remedio de precio exorbitante y de tantas contraindicaciones, -una peligrosa ruleta rusa en realidad- que te venden en las farmacias. Como el remedio, verdaderamente universal, no exige ni de horarios, ni de exactas administraciones como los otros, y es válido, a la par, con idéntica certeza, para cuerpo y alma, y la dosis no está sujeta a horarios, sino al que uno le apetezca, y tanto es buena una hora como diez, un día como tres, hoy una mañana de fresco abril, con cielos casquivanos ocupados con preñadas nubes en desvelar primores primaverales, P. y yo, hemos tomado el camino del campo. Nuestra ciudad es pequeña y el campo casi es un vecino de los de antaño, solícito, desprendido, comprensivo. La ciudad, en cualquier caso, es la ciudad, con sus vehículos, sus preocupaciones, otra cosa, un universo más desencantado, que encantado.
Y como almas, no en pena, sino en pleno éxtasis, casi levitando con el gozo, andando unos kilómetros hemos estado, porque no hay palabras para describir cómo unos meses de tozuda lluvia han transformado esta pócima milagrosa al alcance de todos, que es la tierra en su estado primigenio, cuando queda para lo que está mandado, sin otro fin que producir, con esfuerzo o sin él. Había tanta belleza, tantos inventados arcos iris rodeando olivos y almendros, gateando por muros y empalizadas, aupándose para dar los buenos días a montes y veredas, tantas alfombras orientales, que sin pensarlo ninguno de los dos, sin acordarlo, emprendimos lo que de niños no hicimos: montar un edificio diminuto, nimio, si se quiere, pero esplendoroso de color y brillo, de flores de nombres que apenas conocíamos, de decenas de ellas, todas y cada una vibrantes de tersura, de vida, de insuperable remate, perfección y arte.