A las madrugadas hogareñas, las de duermevelas no previstas, inesperadas, les falta una nadería para rozar el Olimpo de lo excelso. Lo que les falta para gozosas euforias, es una migaja de tiempo y no darse bruscamente con el día. Pero si carecen de esa pizca de continuidad para fundirse con luces imberbes, apocadas, les sobra, en cambio, soledad, intimidad o silencio; un refugio de paz infinita hasta que se diluyen y en el que vienen a descansar nuestras frustraciones y desasosiegos, que se dirían abatidos por una atmósfera en la que todo es posible y nada es cierto. Un mundo que debería corresponder al sueño. Una ventaja, después de todo, estar despierto en esas horas, para vivirlo y no soñarlo.
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